La
serpiente nos abandonaba, enroscándose en una rama. Metros abajo el gato Astor
nos esperaba, parado en cuatro patas con las orejas aplanadas. Mi valiente
amada se adelantaba, conociendo que las alturas me afectaban y podían
conducirnos a la nada. Las abejas extrañas rodeaban la copa pero no se
adentraban. Nosotros descendíamos y ellas nos seguían como la sombra macabra. A
poco menos de cinco metros de pisar tierra nos sorprendía el niño indio, subido
al lomo de Ringo. Nuestro caballo hasta se daba el gusto de recibirnos con un
relincho, como si nada pasara. Arisco hasta los cascos, nada lo perturbaba. Lo
admiraba. La última rama podía servirnos de puente. Sin comentarios acortábamos
distancia, pese a que las abejas se multiplicaban y, ciertamente, intimidaban.