martes, 17 de mayo de 2016

EL BOSQUE DE LOS SORTILEGIOS (EPISODIO #145)


Sofía me dirigía unas palabras, yo intentaba leerle los labios, los inesperados visitantes aéreos seguían desfilando por el cielo opaco, avergonzando en su honor a mis oídos humillados. Me veía forzado a emplear la mano diestra para rodear mi oreja y evitar que el sonido de su voz huyera sin destino. ¡Tendríamos que escondernos!, me decía, aproximándose al suplicio. No sabía qué decirle. El vasto bosque podía depararnos innumerables desafíos. Por detrás de su cuerpo esbelto, y esos pezones erguidos que ya deseaba más que la siesta, se ubicaba el niño indio. Estaba situado encima de un tronco caído que alguna vez supo ser un colosal eucalipto. No quitaba su mirada del cielo. Estaba pasmado. Tal vez conmovido antes la peligrosa belicosidad de los aparatos pasajeros que no cesaban de sorprendernos. En cambio el gato continuaba restregándose contra mis tobillos, frotando su barbilla como si estuviera rogando caricias. No tenía tiempo para satisfacer sus deseos. El cielo no siempre entiende de esperas. ¿Qué podemos hacer?, me cuestionaba, aturdido. La mirada de Sofía me enternecía hasta los huesos. Fue entonces cuando, acariciando sus mejillas, besuqueaba su frente para pedirle que aguardara noticias. Para conseguirlo erguía el dedo índice de mi mano derecha y con el filo de su uña llena de tierra rozaba la otra palma como quien ruega paciencia. Ella asentía con la cabeza, como una duquesa. Quizá ya era su duque y no lo sabía, pero tenía que distanciarme para inspeccionar las inmediaciones. Girando el cuerpo comenzaba a alejarme, en dirección al mismo sitio infausto que nos había maldecido con hormigas asesinas. Como era de esperarse, mi sombra y el gato me seguían.