Sofía
me dirigía unas palabras, yo intentaba leerle los labios, los inesperados
visitantes aéreos seguían desfilando por el cielo opaco, avergonzando en su
honor a mis oídos humillados. Me veía forzado a emplear la mano diestra para
rodear mi oreja y evitar que el sonido de su voz huyera sin destino. ¡Tendríamos
que escondernos!, me decía, aproximándose al suplicio. No sabía qué decirle. El
vasto bosque podía depararnos innumerables desafíos. Por detrás de su cuerpo
esbelto, y esos pezones erguidos que ya deseaba más que la siesta, se ubicaba
el niño indio. Estaba situado encima de un tronco caído que alguna vez supo
ser un colosal eucalipto. No quitaba su mirada del cielo. Estaba pasmado. Tal
vez conmovido antes la peligrosa belicosidad de los aparatos pasajeros que no
cesaban de sorprendernos. En cambio el gato continuaba restregándose contra mis
tobillos, frotando su barbilla como si estuviera rogando caricias. No tenía
tiempo para satisfacer sus deseos. El cielo no siempre entiende de esperas.
¿Qué podemos hacer?, me cuestionaba, aturdido. La mirada de Sofía me enternecía
hasta los huesos. Fue entonces cuando, acariciando sus mejillas, besuqueaba su
frente para pedirle que aguardara noticias. Para conseguirlo erguía el dedo
índice de mi mano derecha y con el filo de su uña llena de tierra rozaba la otra
palma como quien ruega paciencia. Ella asentía con la cabeza, como una duquesa.
Quizá ya era su duque y no lo sabía, pero tenía que distanciarme para inspeccionar
las inmediaciones. Girando el cuerpo comenzaba a alejarme, en dirección al
mismo sitio infausto que nos había maldecido con hormigas asesinas. Como era de
esperarse, mi sombra y el gato me seguían.