A
paso lento, buscaba recorrer la misma senda. No había drones en el cielo, pero
sí los había en la tierra: miles de zánganos aterrizaban entre el puente y mi
boca media abierta. Estaba asombrado, el despliegue era digno de una novela
bélica. Aquellos aparatos eran de los nuestros. ¿De los nuestros? Tenía miedo.
Era por eso que ocultaba mi cuerpo con el tronco de un ceibo. Astor maullaba
entre mis piernas. No dudaba en alzarlo para evitar que pudiera meternos en
nuevos problemas. Si esos aparatos detectaban nuestra presencia, probablemente
éramos boleta. Cubrían toda la planicie. El menos distante estaba ubicado a
unos cien metros. Aterrizaban y apagaban los motores, para luego descansar como
halcones. ¿Qué podíamos hacer? Inevitablemente recordaba los despiadados
aparatos que habían destruido mis pertenencias. Ya no confiaba en nadie, salvo
en el gato y mi compañera. Y en el indiecito, porque nos había salvado la vida.
“Es tiempo de retirarnos”, le decía al gato como si comprendiera. Él respondía
con ronroneos, frotándose contra mi pecho con sus orejas. Sin embargo me estaba
orinando. Usando la mano derecha me las ingeniaba para abrir la cremallera de
la bragueta. Sin darme cuenta marcaba el territorio como un león de otras praderas.