Volvíamos.
El espíritu de Rita nos acorralaba. ¿Había fenecido? No quería recordarla,
me dañaba. A lo lejos avistaba el niño indio. Estaba echado en el suelo. No
advertía nuestro arribo. Unas hojas secas le servían de manta. No hacía frío.
En cambio Sofía se había trepado a un gigante de corteza pardusca y copa muy ancha.
Curiosamente estaba parada sobre una rama. No entendía nada. Ya no sabía si se
trataba de mi compañera o una mona araña. No menos de diez metros la distanciaban
de mis piernas cansadas.