sábado, 21 de mayo de 2016

EL BOSQUE DE LOS SORTILEGIOS (EPISODIO #149)


El indiecito descansaba. Pese a que lucía desmayado, su sonrisa encendida insinuaba que se había echado a reposar para recuperar vitalidad. ¿Por qué nos acompañaba? Me llamaba la atención el modo en que dormía: con las manos alojadas en el vientre y las piernas cruzadas. Hasta parecía una momia. No quería despertarlo. Del caballo no tenía noticias. Tan sólo quería encontrarlo para informarle que se llamaba Ringo. Su rebeldía me incordiaba pero ya lo amaba. Es cierto, estábamos solos, aislados de todo ser humano, sin embargo aquellas vivencias me estaban amaestrando. Siempre hemos sido parientes de los monos. Nuestro zángano tampoco daba señales de vida. Él no era un abejón, menos aún un holgazán, todo lo contrario, Erchudichu era un titán. Sus ausencias no me preocupaban, se perdían de vista pero luego reaparecían, generalmente para socorrernos, y vaya que nos habían auxiliado: si nuestro zángano no hubiese ordenado el galope, si Ringo no hubiera acatado, las hormigas asesinas nos hubiesen devorado. ¡Qué espanto! A mis espaldas relucía el mismo árbol que Sofía había trepado. Largamente superaba los treinta metros de alto. La naturaleza suele obrar con grandiosidad. Repentinamente oía su voz desde las ramas. Me llamaba. Yo me volteaba. De inmediato la observaba sin poder creer lo que mis ojos mostraban: en lugar de bajar había trepado, varios metros hacia los astros. Las cabras trepadoras encendían mi memoria. Estaba parada sobre una rama delgada. Usaba las manos para aferrarse a otra. Yo me tomaba la cabeza. Me preocupaba. Astor, en cambio, que estaba más cerca del árbol, maullaba con sobresaltos, tal vez rogándole un poco de prudencia.