El
indiecito descansaba. Pese a que lucía desmayado, su sonrisa encendida insinuaba
que se había echado a reposar para recuperar vitalidad. ¿Por qué nos acompañaba? Me llamaba la atención el modo en que dormía: con las manos alojadas
en el vientre y las piernas cruzadas. Hasta parecía una momia. No quería
despertarlo. Del caballo no tenía noticias. Tan sólo quería encontrarlo para
informarle que se llamaba Ringo. Su rebeldía me incordiaba pero ya lo amaba. Es
cierto, estábamos solos, aislados de todo ser humano, sin embargo aquellas vivencias
me estaban amaestrando. Siempre hemos sido parientes de los monos. Nuestro
zángano tampoco daba señales de vida. Él no era un abejón, menos aún un holgazán, todo lo contrario, Erchudichu era un titán. Sus
ausencias no me preocupaban, se perdían de vista pero luego
reaparecían, generalmente para socorrernos, y vaya que nos habían auxiliado: si
nuestro zángano no hubiese ordenado el galope, si Ringo no hubiera acatado, las
hormigas asesinas nos hubiesen devorado. ¡Qué espanto! A mis espaldas relucía
el mismo árbol que Sofía había trepado. Largamente superaba los treinta metros
de alto. La naturaleza suele obrar con grandiosidad. Repentinamente oía su voz
desde las ramas. Me llamaba. Yo me volteaba. De inmediato la observaba sin
poder creer lo que mis ojos mostraban: en lugar de bajar había
trepado, varios metros hacia los astros. Las cabras trepadoras encendían
mi memoria. Estaba parada sobre una rama delgada. Usaba las manos para aferrarse
a otra. Yo me tomaba la cabeza. Me preocupaba. Astor, en cambio, que
estaba más cerca del árbol, maullaba con sobresaltos, tal vez rogándole un poco de
prudencia.