Sus
lágrimas se desprendían, recorrían sus mejillas y, como tormenta veraniega, le
daban de beber a la tierra. No podía retenerlas. Yo le tendía mi mano derecha. Estaba
dispuesto a romperme el esqueleto con tal de protegerla. Ella miraba mis dedos,
yerta. Jamás olvidaré el aire tétrico de su mirada. Pobre muchacha, merodeaba
la parca. Su muerte sería cruel, violenta. El viento soplaba, a paso firme
la rama se resquebrajaba. Mis dedos inquietos ni siquiera le rozaban. Un
extraño siseo se colaba en mis orejas. El gato Astor bajaba. Excitado, no
maullaba. Volteándome advertía el inesperado avance de una serpiente hacia la
rama resquebrajada.