El
miedo intenso la estaba empalideciendo. ¡No hables, no mires, no te muevas,
apenas para respirar!, le ordenaba con una seguridad inexistente. Ella asentía
con la cabeza, echando su triste mirada al viento polvoriento. En sus labios se
marcaba un gesto de amargura insoslayable. El reptil diablesco era verdoso. Su
largo superaba mi estatura. Te hacía calar el miedo hasta los huesos. Se
arrastraba por la rama resquebrajada en dirección a sus dedos tiesos. Nada
parecía detenerlo. Seguía siseando, sacando la lengua como un perro hambriento.
Sofía cerraba los ojos, apenas respiraba, acatando. A pesar de tanta
desgracia su coraje me enorgullecía de las uñas de los pies hasta el más rizado de mis cabellos. Algo
impensado estaba sucediendo. Entre sus manos, la serpiente enroscaba su cuerpo.
¡La estaba fortificando, no tenía pensado mordernos! En esos instantes de pleno
desasosiego el niño indio me forzaba a bajar la mirada al suelo. ¡Viracocha!,
repetía alzando los brazos hacia el cielo. No menos de diez serpientes del
mismo color le rodeaban formando un círculo a su alrededor. ¡Seremos felices,
ahora dame la mano!, le ordenaba sin titubeos, arrodillándome en la rama para
entregarle mis sentimientos. La tigresa sujetaba mi antebrazo como si fuese un remo.
Sus uñas afiladas me estaban perforando, sin embargo no me hacían daño, cuando
uno experimenta situaciones límite lo único que importa es la sobrevivencia.
Todo lo demás es colateral, secundario. Para nuestra sorpresa la serpiente
apretujaba la madera con tanta fuerza que me hacía sospechar un desmembramiento.
Yo usaba mi mano izquierda para sujetarme del tronco. También temía caer al
vacío y romperme los huesos, de hecho tenía arcadas, pero pensaba
en nosotros y combatía los miedos.