Montados
en el lomo sudado de Ringo, aguardábamos una salida. El indiecito se ubicaba
por delante de Sofía, yo por detrás de sus pechos plenos y erguidos que, en
parte, también eran míos. Tomándola de la cintura, contemplaba el coloso de
madera que con inesperada gallardía había sometido. El amor puede conducirte a afrontar
riesgos merecidos. Ringo no se movía, no porque no quisiera sino porque las
abejas nos acorralaban, enfurecidas. Causaba asombro la velocidad con la que se
movían. Los zumbidos, ensordecían. Me esforzaba para no perder el equilibrio. La
calma ya la había perdido. Tenía la espantosa sensación de habernos metido en
un agujero negro, mortífero. No tenía sentido ordenarle a Ringo una partida. Si
lo hacía, nos aguijoneaban hasta el hueso más escondido. En mis muslos percibía
los pellizcos de Sofía. No se volteaba, no llorisqueaba, tampoco hablaba. Quien
sí lo hacía era Astor, que apuntando sus ojos afligidos, preguntaba conmovido: ¿y
ahora en qué embrollo nos hemos metido? Preso del desconcierto, bajaba mi
mirada, recostándola sobre el suelo.