Algo
raro estaba pasando. Nuestro zángano dejaba de girar alrededor del caballo y se
hacía a un lado, pero tan pronto como un rayo ascendía volando, con un sinnúmero
de laboriosas abejas siguiendo sus pasos. No le atacaban, le rodeaban, como si buscaran
escoltarlo. Lo único que nos faltaba: que esos insectos extraños confundieran
nuestro aparato con un ser supremo.