A
paso lento escapábamos del matadero. Pobre Ringo, trotar con nosotros encima
parecía fastidiarlo. La noche cálida nos teñía de negro pero a mis espaldas el
zumbido se hacía más intenso. Tan enérgico como intranquilo giraba mi cuerpo. La
integridad de Erchudichu pendía de un hilo. Miles de abejas perversas formaban
un cerco horrendo con aguijones inmensos que a duras penas me dejaban
entreverlo. Mi espíritu solidario me forzaba a bajar del caballo para
socorrerlo. No podía dejarlo morir, mucho menos ser testigo de su
aniquilamiento. Nuestra raza ha logrado apenarnos por cosas que ni siquiera tienen
sentimientos. Nos urgía rescatarlo de ese cepo nefasto que al menos medía cinco
metros de diámetro y salvajemente se iba reduciendo. La crueldad de aquella
cosa me dejaba sin aliento. Nuestro zángano nos había salvado y nosotros permanecíamos indiferentes a su tormento.