—
¡Me caigo, me caigo! —me alertaba, con esas lágrimas empapándole la cara.
—
¡Vos no te vas a caer, vos te venís conmigo! ¡Agarrame ahora mismo!
Para
mi desgracia no soltaba la rama. ¿Qué le costaba? No hacía nada. Hasta parecía
una iguana. El miedo la inmovilizaba, pero la rama ya no se resquebrajaba, se
quebraba. Tanto era así que la serpiente se soltaba, tal vez harta.