El
gato Astor trepaba, fijaba sus garras en la corteza y avanzaba, como si nada
pasara. Metros abajo el niño indio merodeaba, sacudiendo tanto los brazos que
por momentos me hacía pensar que podía revolotear. Tenía que trepar el árbol
colosal. Echando mi pie derecho en cada rama, tanteaba. Metros arriba, Sofía
lloraba. Yo avanzaba y el gato se pausaba, aguardando con una parsimonia que
les juro me llegaba a deslumbrar. Unas hormigas cortadoras de pasto se
enfilaban por el tronco pardo. Para mi calma eran inofensivas. Me había
propuesto no mirar hacia atrás. La infancia me ha deparado una experiencia
horrenda que quizá en otro momento pase a narrar. Los llantos de mi amada, atormentaban.
Ya no pataleaba. Estaba colgada de la rama con la cabeza gacha. Era tan bella
que de haber sido mosca la hubiese querido igual. Sudaba. Poco a poco prosperaba
en la escalada. Por cierto nos distanciaba una decena de metros, con ramas enmarañadas.