—
¡No te muevas! —le ladraba aterrado, alzando los brazos como un pavo.
—
¡Me gustan las alturas! ¿No lo sabías? —retrucaba ella, acrecentando mi
desesperación.
Su
comportamiento errático me exasperaba en cantidad, sin embargo tenía que ocultar dicha
irritación: temía que reaccionara con torpezas, perdiera luego el equilibrio y
finalmente se desprendiera de la rama como una hoja otoñal. Un paso en falso
implicaba su final. Me preocupaba que saliera ilesa. La rama podía quebrarse.
Si bien ella era delgada, la madera podía estar enferma. O bien se podía
desvanecer. Su caída al vacío era mortífera, letal. No podía soportar semejante
pérdida. Al igual que las hormigas éramos un equipo: todos para uno, y uno para
enfrentar los miedos y la oscuridad. La amaba, la quería, su desaparición
física también significaba mi final. Moriría a su lado, abrazado a su cuerpo
sin vida como en un cuento funesto de muerte y horror. Esas oscuras sensaciones
carcomían mi calma mientras la miraba con estupor. Me acercaba al tronco del
gigante vegetal. El gato maullaba. Por momentos me miraba con sus ojos
hechiceros, como preguntándome: se va a caer, ¿no harás nada? ¿Qué podía hacer?
Le temía a las alturas. En esos instantes el niño indio sorprendía por detrás
con una exclamación. No lograba captar su mensaje. Se había parado pero no se
movía, levantando los brazos en dirección al Sol como si quisiera abrazarlo,
pero otro grito desaforado caía desde las ramas para rebotar en la superficie y
sumergirme en el terror. La rama se había partido y Sofía pataleaba, colgada de
la rama superior. ¡Por favor, ayuda!, suplicaba con la voz entrecortada. El
gato comenzaba a trepar. Alcanzaba la primera rama. De pronto se detenía. Se
volteaba. Parecía un león. Sus orejas, inclinadas hacia delante, estaban paradas.
No hablaba. Su coraje me cautivaba, me forzaba a superar mi sensación de
angustia y malestar, y eso mismo hacía, aferrándome a la primera rama. Padecía
vértigo pero nada me detenía, el amor era mi fuerza y mi motor.