Fue
en esos instantes de dominante incertidumbre cuando Sofía se inclinaba hacia
delante para alcanzar el cuello del caballo y comenzar a acariciarlo. No lo
podía creer, lo estaba mimando. Su gesto enternecía pero la noche caía y no
hallábamos una salida. El indiecito se había perdido de vista, el cuerpo inclinado
de Sofía lo cubría. Curiosamente el caballo volvía a expulsar unos relinchos.
De pronto sorprendía con un trote lento hacia el interior del bosque. Necesitaba
cariño. Para nuestra dicha, nuestro zángano entretenía con éxito el enjambre tan temido.