El
crujido de la rama se hacía más intenso. Mis manos se aferraban a la tráquea
del pobre bicho. Con toda mi fuerza, lo dejaba sin aliento. Sus ojos se
desorbitaban, y me miraban, como diciendo: ¿qué estás haciendo? ¡Salvando a mi
chica!, respondía por dentro. Abría la mandíbula para exhibirme sus colmillos.
De quererlo me hubiese mordido, pero no lo hacía, no sé con qué sortilegio
mágico el niño indio lograba convencerlo de no hacerlo.