Mi
boca olía a perro muerto pero en aquel bosque no teníamos derechos.
Incorporándome avanzaba unos pasos para tomarla de los brazos y besarla hasta
el agotamiento. Ella acariciaba mi espalda y me empujaba hacia sus pechos, como
queriendo adentrarme en sus sentimientos. Tenía ganas de hacerle el amor. Todas
las luciérnagas giraban alrededor nuestro. Pese a ello no escapábamos de
nuestro encantamiento. Ni los relinchos del caballo, ni los maullidos del gato,
lograban despegarnos.
—
¿Por qué tardaste tanto? —sorprendía
ella, sin soltar mi cuerpo.
—
Jamás podrías creer lo que he afrontado por querer cazar un cerdo. ¿Comieron?
—
Más de lo esperado, el indio tiene
poderes mágicos.
Ya no nos besábamos pero nos abrazábamos, asombrados por esa corona de
insectos que con sus luces verdosas no cesaba de circundarnos. También el mono
comenzaba a dar giros. Como si tanta extrañeza no bastara, se
sumaba nuestro zángano, dando vueltas enteras más allá del cerco. No
podíamos evitar reírnos pero algo muy extraño irrumpía en el cielo negro para
dejarnos perplejos.
FIN DEL
CAPÍTULO III
FIN DE “EL
BOSQUE DE LOS SORTILEGIOS”
Continuará…
en otra bitácora: